Amo el mar.
No puedo recordar las veces que he ido a su encuentro en un intento de calmar mi sed de tantas cosas. No recuerdo las veces que he sumergido mi cuerpo en sus aguas en un intento de limpiar mi mente y mi alma. No recuerdo las veces, tantas veces, que el agua clara de este mar que me rodea me ha susurrado las palabras justas, las que buscaba, como una madre que alimenta a su hijo con sus mejores viandas.
Amo la lluvia.
Después de esos veranos intensos, cuando el cielo se cubre de nubes y mi rodilla me avisa de que pronto arreciará la lluvia, mi corazón se alegra. Como un niño que espera su primer regalo, yo miro al cielo y me preparo para recibir el maná. Abro los brazos y dejo que la lluvia caiga suavemente sobre mi.
Amo el agua.
El agua, ese líquido transparente que fluye eterno con el devenir de la misma vida, sin prisas, constante, adaptándose al camino, transformándose aquí y allá. Ese líquido que llena nuestro cuerpo, se extiende en un océano inmenso, alegra ríos, lagos y charcas, que puede llegar desde lo más alto de las montañas o desde lo más profundo de la Tierra. Ese líquido que no solo nutre y se hace indispensable para nuestra naturaleza, para nuestra tierra, sino que nos nutre también a nosotros.
Sentir que somos Agua nos hace flexibles, generosos, abiertos. El agua es un dador universal, sensible a todos nuestros pensamientos, palabras y actos. Honrar el agua es honrar una parte esencial de nosotros mismos. Cuidar nuestras aguas es tomar conciencia del cuidado de nuestro propio ser. Convirtámonos un poquito más en agua…Te animas?
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